El gobierno volcó en el presupuesto sus proyecciones macroeconómicas del 2019: inflación del 24% y caída de la actividad del 0.5% (este año rondará el -2.5%). Pero esa caída del 0.5% no será homogénea: mientras las exportaciones (entiende el gobierno) subirán un 20%, la inversión se desplomará un 10% y el consumo caerá un 1.6%.
Vayamos por orden: este 2018 mostrará un comportamiento recesivo con forma de "W", donde agosto fue un mes de "alivio" ya que todavía no corrían las tasas de interés al 70%. Ese "alivio" se reflejó en el dato del INDEC: la actividad económica cayó bastante menos que en junio y julio. Pero en septiembre y octubre, la actividad volverá a mostrar números oscuros. La duda es cuán achatada será la última pata de la "W".
La secuencia del 2018 fue bastante clara: dos subas fuertes del dólar (mayo y luego agosto), a las que le siguieron una rápida reacción del Banco Central con las tasas de interés. En eso, tanto Sturzenegger como Caputo y Sandleris no dudaron y coincidieron: subieron las tasas antes de que haya más pánico devaluacionista. Esa acción y reacción incubaron los dos problemas del 2018: inflación y recesión.
Ahora el gobierno movió varias fichas, por no decir que en realidad barajó y dio de nuevo: política monetaria dura y presupuesto 2019 con déficit cero.
Si hacia febrero no se ven señales de recuperación de la demanda de pesos y la inflación no se arrima al 2%, habrá poco margen para pensar en una súbita caída de las tasas de interés. Es cierto que ya vienen descendiendo, pero el nivel actual es incompatible con un sistema productivo mínimamente dinámico.
Supongamos que hacia febrero no se vislumbra una caída de la tasa de inflación. El gobierno podría presionar al Banco Central para bajar la tasa entendiendo que el plan de Sandleris fracasó. En ese caso, se corre el riesgo de incumplir con el objetivo de crecimiento cero de la base monetaria, que es una decisión coordinada con el FMI. Por ese lado, entonces, no parecería potable encarar una baja "forzada" de la tasa de interés.
Los consultoras privadas coinciden en que la actividad económica recién se recuperará hacia agosto y lo hará de manera muy heterogénea: primero el campo, como siempre.
De hecho, el FMI proyecta para 2019 una caída del 1.7% y no del 0.5% como cree el gobierno. Pero hay otros riesgos igual de peligrosos. Uno de ellos es Bolsonaro: se esperaba que la economía brasilera creciera un 2.5% en el 2019, pero ya en el 2018 mostró un comportamiento mucho más negativo que el imaginado. Por lo tanto, no sería descabellado pensar en un modesto 2019 para nuestros vecinos, lo cual perjudica a muchos sectores locales que exportan hacia ese país.
Otro peligro es la tasa de interés de la Reserva de Estados Unidos. Si vuelve a subir, de nuevo podría generar una suba del dólar en los países emergentes.
Por el lado del déficit fiscal cero también hay peligros. El FMI cree que al gobierno le va a costar cumplir con esa meta; sospecha que llegadas las elecciones el poder ejecutivo moderará los recortes para no cargar el ambiente de malas noticias.
Será un 2019 muy defensivo para el gobierno. Deberá atajar penales todos los días y recién en agosto, si todo sale bien, podría cosechar ciertos frutos. Esos frutos serán más estadísticos que concretos para la vida de la gente. Pero se supone que hacia ese trimestre (el tercero), habrá una situación fiscal más ordenada, una inflación en baja, una tasa de interés en niveles sensatos y un repunte de la actividad.
Pero aún si todo eso sale bien, queda el problema que el gobierno no menciona: ¿Cómo le devolveremos en el 2023 la plata al FMI? La respuesta es sencilla: con superávit en la balanza comercial; es decir, tendremos que tener por varios meses un saldo positivo entre exportaciones e importaciones. Y eso solo se logrará si el dólar sale caro: cuanto mas caro el dólar, más difícil importar y más competitiva es la exportación.
Y ahí radica el problema final: ¿Es deseable que el dólar se planche en 36 pesos? La calma de hoy puede engendrar la tempestad del futuro.