Por Flor Mascioli*
En tiempos de apuros, corridas, reuniones, trámites, colapsos de tránsito y estrés, el mundo parece habernos obligado a ponernos en pausa. A vos, a mi, y a todo aquel que pensara que la vida solía esfurmársenos de las manos.
Solíamos creernos invencibles, los únicos seres que habitaban este universo infinito y los que podíamos dominar al mundo en todos los sentidos posibles. Pero no: un cuerpo minúsculo que surgió de un día para el otro se apoderó de nuestra libertad y nos está obligando a repensar la vida.
La pandemia del coronavirus se cobró, hasta el momento, más de 8.400 muertos y los casos positivos superan los 200.000. En nuestro país, hay 97 contagiados y ya hubo tres muertos, y la cifra parece querer ascender.
Casi de un día para el otro, casi de repente, el mate dejó de ser nuestro mejor amigo y se transformó, de alguna forma, en una cita prohibida con nuestros seres queridos. Ahora compartimos la pava, y solo lo hacen aquellos que eligen atravesar la cuarentena de una forma un poco menos dolorosa. Porque no es fácil: nadie nos advirtió que nuestra rutina cambiaría de un momento a otro, sin avisarnos, sin advertirnos, sin hacernos parte de una decisión que tomó el mundo vaya uno a saber por qué. El planete que nos puso en pausa y al que creíamos poder controlar, nos mostró que la cosa es al revés.
Ya no hay abrazos, hay pocas risas, y los besos nos los reservamos hasta nuevo aviso. Ya no deseamos que haya sol para salir a dar una vuelta y preferimos que llueva para justificar el encierro. Un encierro programado, incierto y a veces, metódicamente organizado. Porque, ¿qué hacemos con esa sensación de incertidumbre? La guardamos en una caja que no sabemos cuándo podremos volver a abrir y que nos hace repensar cada paso que damos.
La pandemia nos obliga a detenernos. No al tiempo, ese no se detiene, ese avanza, nos fagocita la rutina y no nos deja avanzar. Porque en este tiempo, mejor, no pensar. O mejor dicho, nada mejor que pensar en cómo evitar abrumarnos por la información que nos envuelve a diario y nos acobija en la mayor incertidumbre que hayamos sentido alguna vez. Nada se sabe, poco se conoce, y mucho se teme.
Tememos salir de casa y tememos entrar. Nos asusta estar cerquita y a la vez, nos preocupa estar lejos de quienes más queremos. Y creemos que tenerlo todo controlado puede llegar a ser perjudicial porque... ¿para que nos sirve, si de un momento a otro, todo se vuelve impredecible?
Queremos organizarnos y la situación mundial nos desvanece cualquier intento de estabilidad. Intentamos distraernos, prendemos la televisión, la radio, leemos los diarios y a la vez, deseamos que nada de esto sea real. Y lo es. Y lo sigue siendo. Y lo va a seguir siendo por quién sabe cuánto tiempo más. Y nos conmueve, nos estremece, nos hace repensar cómo vinimos viviendo hasta el día de hoy.
El coronavirus nos obligó a "parar la pelota", a sentarnos, a dejar de planearlo todo, a escuchar, a escucharnos, a mirar y mirarnos. Este virus tan pequeñísimo hizo y hará grande lo que creíamos invisible o lo que no queríamos ver: la importancia del tiempo libre, de sentarnos en un sillón, de apagar las alarmas y de pasar tiempo con nuestra familia. Porque la vorágine de la vida diaria nos tenía acostumbrados a priorizar aquello que nos mantenía vivos pero que no permitía frenar: estábamos sumergidos en un vaivén rítmico que no nos hacía ver las cosas con claridad.
Y aunque hoy el panorama sea menos claro cada día, nos hace ver el mundo de otra manera: ¿vale la pena apurarnos y no ver lo que pasa a nuestro alrededor? ¿Vale la pena salir corriendo de casa y llegar abrumados de tanto ritmo? Las cosas están cambiando y nosotros también. Es tiempo de que, como dice la frase, "lo urgente no tape a lo importante" y que nos replanteemos a qué queremos darle más valor hoy.
Cuidarte vos es cuidar al otro. Pensar en vos es pensar en el otro. Y si todos tenemos eso en claro, quizá esta pesadilla termine antes de lo esperado. Probar no cuesta nada.
*Licenciada en Comunicación Social y Locutora Nacional de Radio y TV




