Diego Armando Maradona firmó con Gimnasia y Esgrima de La Plata el 5 de septiembre del pasado año, fecha en el que el país se paralizó. Ya nada importaba, ni el FMI, la deuda, la inflación o el dólar. El Barrilete Cósmico estaba en casa, nada podía salir mal. Los medios no dejaron de hablar de él, aún estando a una semana del debate presidencial, a dos de las campañas electorales y poco más de un mes de las elecciones que definirían los próximos cuatro años de Argentina.
Fue Schopenhauer quién dijo que "el humor es poner algo donde no va". Y la idea del más grande jugador de todos los tiempos salvando del descenso a un club de La Plata, era digna de la más absurda obra de Samuel Beckett. Esta exagerada ilógica fue uno de los factores fundamentales en la expansión del virus maradoniano, convirtió al platense más anti fútbol en el más ferviente hincha del lobo, transformó al más impiadoso verdugo de Maradona en su fanático incuestionable, pintó a toda la ciudad (por no decir a todo el país) de azul y blanco.
En la ciudad diagonal se respiraba una alegría incuestionable, la inmensidad del fenómeno era increíble. Ni siquiera importaba si eras hincha de Estudiante, o cualquier otro equipo: el Diez estaba en casa. Se transformó para los platenses en una fuente de alegría inagotable, en una reversión de lo que siempre fue. Las lágrimas se le escapaban de la cara, incluso al más macho de los platenses (más que nada a ese).
Fontanarrosa dijo sin miedo una vez: "Qué me importa a mi lo que hizo Maradona con su vida, me importa lo que hizo con la mía". Entonces, para entender el fenómeno de Diego Armando, tal vez no hace falta tanto preguntarse cómo fueron las primeras horas de Maradona en La Plata, sino cómo fueron la de los platenses con Maradona.
